Diomedes
Siendo vallenato, poco sé de vallenato. Corre por mi adn el legado de Durán, Díaz, Escalona y esos otros llamados juglares, pero crecí oyendo ‘música americana’ y me embriago con baladas, electrónica y hasta porros antes que con acordeones. La visita navideña a la casa familiar coincidió con el sepelio de Diomedes y no contuve las ganas de rondar por la plaza Alfonso López para escribir esta crónica, donde narro sin juzgar.
Fue una Navidad rara: la tristeza se desgajaba a chorros por entre los palos de mango, esparcida por la fuerte brisa que por esta época baja de la Sierra Nevada. Cuatro días duró la velación: una multitud lloraba a cántaros al Cacique mientras hacía fila para homenajearlo. Las dieciséis manzanas fundacionales de mi pueblo estaban resguardadas por policías, y llovían pancartas con frases que resaltaban la asistencia de los pueblos circunvecinos.
Vi a un señor arrodillado golpear con su sombrero el pavimento, del que brotaba ese vaho que al mediodía semeja en este pueblo una olla de aceite hirviente que chisporrotea. Se quejaba: “¿por qué nos abandonaste?”, como quien llora frente a la cruz; y como quien descubre el hielo, a una niña le oí decir: “Ya tengo algo importante para contarles a mis nietos”, y entendí que por eso Cien años de soledad se estudia en las universidades gringas como si fuera una Biblia fundacional. También oí a una señora, de luto cerrado, gritando: “Mi vida ya no tiene sentido”; y vi a otro hombre, de piel curtida y rasgos wayuu –de esos machos que no expresan en público ni siquiera el dolor por la muerte de un hijo– con los lagrimones escurriéndoseles por debajo de las Rayban.
Un veinteañero me habló de las diez veces que desfiló frente al “Papá de los pollitos”. Siempre que lo hizo –al igual que muchos– fotografió el cadáver de su ídolo, un hombre de quien se dice se acostó con más de 400 mujeres y quien, como Zeus, regó con su simiente la comarca, aunque solo reconoció a 18 de ellos: los que le heredaron el lunar detrás de la oreja izquierda.
Cuando escuché la queja “Ninguno de esos políticos que recorren el Festival en tiempos de campaña vino a expresarnos su dolor”, recordé imágenes de La reina, cuando los ingleses exigían la presencia de Isabel II tras la muerte de la princesa (no comparo a Di con el cantante, ni viceversa. Llamo la atención sobre la forma como el pueblo espera que sus gobernantes los acompañen en sus tristezas, así en Londres como en Valledupar).
El carisma es un don con el que Dios bendice a pocos hombres. Dicen que a Diomedes –a quien solo vi una vez– le brotaba a borbotones. A nadie extrañe que pronto comience a obrar milagros, pues Dios es hecho a imagen y semejanza de sus seguidores. O que sus familiares dividan en pedacitos el diamante de su diente para venderlo como pan caliente, tal cual sucede con el supuesto sudario que envolvió a Jesús, o con los “ladrillos” que hicieron parte del Muro de Berlín.
Así como Praga comercializa a Kafka y Lisboa a Pessoa, no se haga raro que Diomedes se convierta en el nuevo fortín turístico de Valledupar.
@sanchezbaute
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