Despedidas sin regreso
La infancia es ese tiempo en que se labran las identidades personal y colectiva. Atada al mito fundacional de los lugares que el azar nos dio por patria –que son el latido que impulsa la vida misma–, nuestra esencia se deposita en los resquicios de la memoria donde reposan las marcas de los sucesos primigenios. Allí siempre regresamos. Cada vez que la ventura o la aventura palidece los colores del lienzo en el que transcurre nuestra historia, nos abruma una inquietud y la urgencia de responder a una pregunta que insiste constantemente: ¿qué somos? Como si recuperar fragmentos de ese edén desvanecido fuera una forma de conjurar el vacío existencial o de disponerse a recibir lo que el futuro propone.
La poesía es una forma de abordar la exigencia de un reencuentro con lo inicial donde se funden individuo y territorio. ¿Qué somos? Se pregunta Héctor Rojas Herazo en su poema “Aldebarán” “Somos de aquí, de este orbe rumoroso,/De esta arena con olas y naranjas,/De este diario morir frente a la sal,/De este podrirse con caracoles y totumos,/De estas paredes rotas,/De estos trozos de esquifes/Que siguen navegando por las calles./De este patio enlutado donde ronda la abuela,/Donde mataron una casa/Y aventaron sus puertas, su quicio y sus ventanas”. Para Rojas Herazo la respuesta evoca el rostro de la patria, esa impalpable pertenencia para otros tan abstracta, que parecería quimérica. “Ni siquiera los símbolos./Nadie es la patria” dice Borges, “Ni siquiera el tiempo/cargado de batallas, de espadas y de éxodos/y de la lenta población de regiones/que lindan con la aurora y el ocaso,/y de rostros que van envejeciendo/en los espejos que se empañan/y de sufridas agonías anónimas/que duran hasta el alba/y de la telaraña de la lluvia/sobre negros jardines./La patria, amigos, es un acto perpetuo/como el perpetuo mundo”.
La patria queda incrustada en la estructura celular, eternizada en el esqueleto emocional, asociada a los parajes donde el mañana es factible. Quizá por eso las despedidas más difíciles son aquellas que no prometen regreso; tal vez por eso a quienes emigran los invade una añoranza paulatina que los mueve a trasladar, donde quiera que se establecen, migas de ella. Comoquiera que ese apartamiento confiere a tales anhelos dimensiones insospechadas, los expatriados recrean el escenario de la infancia y con ello enriquecen el entorno que conquistan. Son las marcas que la nostalgia traza sobre las ciudades, un legado de valor incalculable que ha sido parte de nuestra historia caribe, especialmente de Barranquilla, la ciudad por donde el mundo entró a Colombia. De manera inexplicable, en Barranquilla el legado patrimonial fue mirado con apatía por gobernantes que, asociados a ciudadanos negligentes, permitieron que desapareciera lo que en otras urbes del planeta es su distintivo y su mayor atractivo turístico.
En buena hora aquellos tiempos parecen quedar atrás, y mientras es aprobado el Plan Especial de Manejo y Protección de Patrimonio –Pemp–, la ciudad ha comenzado a comprender la importancia de proteger las pequeñas construcciones en cuya estética pervive la nostalgia de esos adioses irreversibles.
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