Del lado de la razón
Tengo muchas diferencias conceptuales de fondo con el presidente Santos. Nada personal, en todo caso. Es un asunto de visión política y concepción del Estado lo que nos separa: él es un ‘bogocentrista’ consumado; yo, un regionalista convencido de que el verdadero país empieza en la provincia. No soy de la clase de hombres que se arrodilla ante el poder, ni me trasnochan las veleidades pasajeras que ofrecen los cargos públicos. Tengo la gran fortuna de decir lo que pienso porque no aspiro a nada, no busco complacer a nadie y mi conciencia está blindada contra cualquier forma de hipoteca.
Aunque mis posturas han sido fuertes contra el Gobierno, no caeré en la estupidez colectiva de repudiar al presidente por la muerte de 11 soldados en el departamento del Cauca. Les recuerdo a todos que a esos pobres muchachos los asesinaron los bellacos de las Farc y no el Gobierno. Estoy seguro de que el Presidente está mucho más adolorido que cualquiera de nosotros, porque su confianza ha sido traicionada por la guerrilla de la peor manera: con sangre de nuestros héroes y en medio de un proceso de paz auspiciado por él mismo.
Desde que tengo uso de razón, desarrollé un alto sentido de la justicia: no hay nada más terrible que endilgarle a una persona responsabilidades que no le corresponden, con las respectivas consecuencias que eso genera. Quien tiene la razón, simplemente la tiene, muy a pesar de los afectos, odios o molestias que pueda despertar. La fatal equivocación que acabó con la vida de los militares fue de la guerrilla, no de Santos.
Todas las tragedias tienen un propósito, que a simple vista no se advierte. El infame asesinato de los soldados sirvió para acercar, de alguna manera, al uribismo y al Gobierno. Nada definitivo todavía, pero, sin duda, es un buen primer paso, que, a la postre, puede servir para lograr consensos en torno al proceso con las Farc. Hay algo que sobre todas las cosas requiere del concurso irrestricto de la sociedad y de las fuerzas vivas de una nación: la paz. El uribismo es absolutamente necesario para alcanzarla, y tanto los insurgentes como el Gobierno lo saben.
Lo que les corresponde, tanto al presidente Santos como al expresidente Uribe, es dejar de lado los temas personales y sentarse a dialogar francamente por el futuro de la patria. De nada sirve desmovilizar a los ilegales si la gente de bien no desarma sus corazones. Néstor Humberto Martínez la tiene clara, y en buena hora llegó al Gobierno: después del encuentro con Uribe, los epítetos fueron sustituidos por elogiosos calificativos. Uribe hizo lo propio, al apoyar algunas posturas del Gobierno frente a las Farc. Ojalá esa cordialidad en medio de la diferencia se mantenga. Ya está bueno de tanta polarización: al final los unos y los otros, a su manera, buscan lo mejor para Colombia.
El Gobierno debe, de manera inmediata, exigirles a las Farc un cese de hostilidades, con concentración de tropas y verificación internacional. Es urgente, igualmente, que la guerrilla desvincule de sus filas, en su totalidad, a los menores que participan de la guerra y deben comprometerse a no volver a reclutarlos. Con los anteriores presupuestos satisfechos –según lo dicho públicamente por sus voceros–, el uribismo quedaría tranquilo y el Gobierno, también. Lo que no se puede pretender es que los jefes de las Farc se pudran en una cárcel, pues se trata de una negociación, no de una capitulación, y es allí donde se equivoca el uribismo.
Visto de esta forma, el abismo no es tan grande como podría pensarse. Lo que hay que cambiar es el método de convencimiento: dialéctica y buenas maneras en vez de garrote. Hay que apoyar la paz, pero también hay que atender las inquietudes de la oposición. Aquí nadie tiene la verdad absoluta. No puede haber paz con las Farc si la institucionalidad no se pone de acuerdo primero.
La ñapa: Solo hay una cosa más peligrosa que un TransMilenio: Otro TransMilenio.
abdelaespriella@lawyersenterprise.com
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