El Heraldo
Opinión

De vuelta a la santa idiotez

La posverdad también implica una gran negligencia cognoscitiva. 

La existencia del fenómeno llamado posverdad resulta inconcebible para cierto tipo de personas con las cuales modestamente me identifico: aquellas para quienes, al contrario que las víctimas de ese fenómeno, constituye siempre una preocupación obsesiva establecer la veracidad o confiabilidad de cualquier mensaje, incluso cuando éste se presenta bajo el estatus de conocimiento, no digamos ya bajo el simple estatus de información. 

Ante cada mensaje (noticia, informe, tesis), estas personas experimentan siempre una tensión en la que se hallan implícitas estas preguntas: “¿Cómo sé que esto es verdad? ¿Cómo sé que a este mensaje corresponde un hecho real?”. La tensión es tal que hasta suele impedirles entregarse con fluidez a la lectura o audición del mensaje, independientemente de su extensión (puede tratarse de una cadena de veinte o de 200.000 palabras), pues parecen ellas necesitar tener la certeza previa de que su contenido, en efecto, refiere a procesos, seres y objetos que han tenido o tienen existencia objetiva en el mundo factual. 

Esto no obsta para que disfruten de novelas, cuentos y películas; en tales casos, se acogen al pacto cultural mediante el cual se suspende la incredulidad ante esas invenciones, y lo hacen a gusto, pues saben que en rigor éstas constituyen una manera distinta de expresar la verdad, y claro está, además, siempre y cuando posean gran poder de persuasión, capacidad para crear la ilusión de la realidad. 

Pero, en vista de que el pacto con la información periodística –o historiográfica o científica– consiste en que sólo se les da crédito si son veraces, estas personas de que hablo adoptan ante tal información una como actitud cartesiana, esto es, la abordan siempre con una suerte de duda metódica. De ahí que les parezca absurdo que haya millones de personas en el mundo capaces de asentir de buenas a primeras a noticias falsas y, peor aún, de tomar decisiones de acuerdo con éstas; los expertos les explican que esa abarrotada credulidad se debe a factores emocionales, a prejuicios, a sesgos ideológicos, religiosos y étnicos.

Pese a estas explicaciones, les sigue resultando inaceptable. Por lo demás, lo que consideran es que, en el fondo, ello no denota más que una enorme negligencia cognoscitiva, una ilimitada frivolidad intelectual. ¿Cómo es que no les interesa saber qué cosas son ciertas o no en el mundo, qué cosas pasan de veras en la sociedad y en la naturaleza? ¿Cómo es que no les importa entender de qué modo funciona de verdad la realidad?

Que haya gente inclinada a echar mentiras, piensan, es algo que, aunque ruin, puede entenderse, sobre todo porque no son mentiras gratuitas, sino que obedecen a intereses creados; pero que haya otra, muchísima otra gente, dispuesta, fanática e ingenuamente, a creerles, significa a su juicio el retorno a la santa idiotez. D’accord! 

@JoacoMattoOmar

 

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