De mente y control
La condición impecable de mi ombligo indica sin duda que fui un niño feliz. Tengo un recuerdo intacto, que conjugo en presente: me bajo de la cuna, camino hasta la puerta de dos hojas al extremo de la habitación y, al abrirla de par en par, recibo el viento musical de una gran banda que me da de frente. Hay muchos pies bailando y muchas parejas abrazándose al son de esa música. Alguien me toma por debajo de mis brazos, me levanta en vilo, me mira a los ojos y baila un rato conmigo, dándome vueltas ahora, antes de pasarme a los brazos de otro bailarín y de otro y de otro, mientras yo, mareado, me duermo de nuevo.
Supe que podía controlar mi cuerpo cuando descubrí que me despertaba a la hora necesaria con sólo darle la orden a mi organismo. Lo que hacía era mirar el reloj, ver que eran exactamente, por ejemplo, las nueve de la noche y decirme muy dentro que debía abrir los ojos a las 4 de la mañana... Y así era. Ni un minuto más ni uno menos, me despertaba a las 4. Después empecé a liberarme de las pesadillas que me asediaban, dándome órdenes, controlando mi subconsciente, diciéndome que debía despertarme en el preciso instante en que el horror se presentase. Después creí que podía hacerlo con la gente. Sentía que me bastaba echarlos con el deseo. Podía desaparecerlos a capricho. La evidencia se hermanaba con la casualidad.
Cuando descubrí que existía la mente, es decir, la posibilidad de orientar el mundo desde mi cabeza, imaginé en principio que se trataba de lo más parecido a un sombrero interior, que podía cambiarse a discreción. O sea que las ideologías eran como sombreros. Las había comunistas, socialistas, liberales, conservadoras, liberales maoístas, y todas en absoluto debían llevarse con coherencia y propiedad. Eso era lo más importante. Si los militares, por ejemplo, compraban quepis inteligentes, algo se iluminaba en su interior y, para empezar, dejaban de ser militares. O tenían tal vez, en un santiamén, primero que todo la visión de un país caliente con generales de guerra fría, que mataban a sus enemigos fuera del campo de batalla.
La civilidad, sin duda, es un estado superior al guerrerismo. Más que el civil (un término que pertenece al código militar) el civilizado es un hombre que renunció a la violencia física, a la destrucción material del rival, y que, en el terreno del conflicto, utiliza en lugar de las armas destructoras, por lo menos unas más suaves, como la retórica, la oratoria, el diálogo, sólo que hacia el entendimiento y la convivencia. Podría decirse que un hombre que ataca y ofende verbalmente demuestra mayor civilización que el agresor físico pero mucho menos que aquel que habla a la mente no de quien considera su rival sino un interlocutor. Ese grosero ofensor verbal podría provocar la agresión física de su contendor o ser pasto fácil de una respuesta argumental sólida que quizás lo provoque a él. En verdad, son niveles distintos de temperatura animal. Un militar que respeta al enemigo caído, que le reconoce su dignidad como persona, anda el camino de la civilización. Y, desde el arranque, un civil es un hombre desarmado, o armado de palabras.
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