El Heraldo

De lo que es una ilusión

Sí… es cierto, soy de veras un zopenco/que entre árboles y plantas va viviendo./Por favor no me pregunten de la ilusión y la iluminación-/A este anciano sólo le gusta sonreírse./Atravieso riachuelos con mis piernas huesudas/y llevo un morral en la gentil primavera./Así vivo/y el mundo no me debe nada”.

Habiendo llegado a su mediana edad, y luego de superar dilemas místicos que lo llevaron a renunciar a la cómoda vida que tenía para internarse en un monasterio zen, el autor de estos versos recopilados en Gotas de rocío sobre una hoja de loto, Daigu Ryokan (1758-1831) regresa a las montañas de su provincia natal, en Japón, para refugiarse en su espiritualidad, ajeno a compromisos ideológicos, en conexión con la naturaleza y en ejercicio permanente de humildad y amor por sus semejantes. Su vida estuvo orientada hacia el despojo y la búsqueda del vacío donde obtener la libertad del espíritu, por lo cual se consagró, en el corazón de los japoneses, como un amado maestro que inscribió en su poesía y en su exquisita caligrafía la impalpable naturaleza del zen, cuya razón de ser es la iluminación o despertar a la sabiduría interior, que para los occidentales continúa siendo territorio vedado. Ryokan encarnó la milenaria tradición oriental de desprenderse de los apegos y fluir en consonancia con la vida y el cosmos, lo que conforme a nuestra visión es una renuncia a ciertos niveles de conciencia en los que tenemos depositadas las más emocionantes experiencias humanas, entre ellas la tenencia de ilusiones. Admito que me seducen las ideas de desprendimiento y liberación, y que la evolución de la conciencia espiritual me resulta fascinante; pero soy occidental, y en mi engorrosa condición tercermundista me resisto a creer que podríamos sobrevivir sin estímulos ilusorios, cuando la mayor ilusión que alimentamos es vivir sabiendo que cada día estamos muriendo. Si bien la fugacidad que prevalece en la realidad de los colombianos pudo habernos despertado la conciencia de la transitoriedad o impermanencia –uno de los pilares de las doctrinas orientales que nos muestra como seres cambiantes en un universo cambiante, reduciendo la vida a un espejismo–, la preocupante precariedad de esa realidad nos induce a atesorar las ilusiones.

No me gusta el fútbol. Mi ADN no contiene información que me ayude a descifrar la idílica relación entre veintidós cerebros, cuarenta y cuatro piernas y un balón, pero, como a todos los colombianos, hoy me mueve la ilusión de ver jugar a un equipo capaz de movilizar un engranaje de emociones que resulta irreprimible. El excelente desempeño de la Selección Colombia en el Mundial de Brasil conjuró nuestro estado cataléptico habitual; estamos eufóricos, amorosos, pacifistas, estamos felices. Bien por ese grupo de muchachos que consiguieron reemplazar la obsesión de trifulca patológica, por la oportuna comunión en torno al deporte; bien por el técnico José Pékerman, que además de su buen juicio demostró que, para nosotros, todavía la ley proviene de afuera. Al menos hasta mañana esta ilusión le dará sentido a todo. Después, ya veremos con qué otra cosa fantaseamos.

berthicaramos@gmail.com

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