Contra la tortura
Un tratamiento de conducto permite corroborar, con la certeza que da la experiencia propia, que la tortura debe ser objeto del más absoluto rechazo, incluido su uso para combatir el crimen.
¿No ha sido usted nunca sometido –la palabra no podría ser más exacta– a un tratamiento de conducto? Haga cuenta de que a mí me sucedió en su lugar y de que, gracias a ello, usted nunca va a vivir esa atrocidad. Durante unas dos horas, el paciente (en este caso, un eufemismo por víctima) permanece tendido en una silla extendida con la boca abierta y a merced de un sujeto uniformado que, introduciendo diversos instrumentos en ella, la convierte en una fuente de ayes y dolores dantescos. Con indignante frialdad, éste arremete una y otra vez con las jeringas de anestesia (cuyo insuficiente efecto no compensa la pena de los pinchazos), con la fresas, las pinzas, los exploradores endodónticos, los lentulos, las limas, los espaciadores. La sola visión de tales aparatos espanta; valiéndose de ellos, su mano perfora, remueve, raspa, arranca.
Los suplicios de la mente y del alma, aunque haya ciertas personas que cedan a su exteriorización, se pueden tolerar en silencio y sin gesticulación, por muy intensos que sean. La procesión puede ir por dentro. Díganme, por ejemplo, ¿puede haber un mayor dolor moral, emocional (es decir, del alma; es decir, no físico) que el dolor de una madre por la muerte de un hijo, en especial de uno joven? Sin embargo, ahí tienen a la Virgen de la Piedad, tal como la representa Miguel Ángel en su insuperable y conmovedor mármol: la expresión de su rostro refleja su profundo abatimiento pero es de una serenidad casi plácida. Ante el dolor físico, en cambio, el cuerpo explota de manera refleja en terribles lamentos, gritos y retorcimientos. Su mudez es imposible.
George Steiner sugiere en su ensayo Invidia que, para ayudar a que su imaginación le proporcionara una idea de la intensidad del dolor que debió de sufrir Cecco d'Ascoli, poeta y astrólogo italiano medieval que fue quemado vivo en la hoguera de la Inquisición, puso un dedo “en la punta de la llama de una vela”. Una tensión empática similar se puede tener –yo la tuve, sin proponérmelo– al pasar por la experiencia de un tratamiento de conducto, ya que ésta, desde luego en mayor grado que la chamusquina de un dedo en relación con el ardimiento total de un cuerpo, permite tener una aproximación vívida a los infinitos tormentos que le causan a un ser humano el potro, la pera de la angustia, los grilletes, el gato de nueve colas, la garrucha, la silla alemana, el waterboarding (que Donald Trump defiende) o cualquiera de los demás instrumentos y métodos empleados en la práctica de la tortura, a la que se recurre todavía en nuestros tiempos. Y les juro que entonces uno siente todo lo execrable que es someter a esta práctica incluso al peor enemigo.
@JoacoMattosOmar
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