El Heraldo

Amor pobre

En febrero de este año El Espectador contó la historia de una menor de trece años de la etnia embera-chamí que quedó embarazada de su novio de 26. Lo llamó “historia de amor”. La niña acudió al hospital San Juan de Dios, de Riosucio, donde las directivas de este centro hospitalario comunicaron a la Fiscalía la posible comisión del delito de acceso carnal agravado con menor de 14 años. Leonardo Gañán Gañán, gobernador del resguardo indígena de San Lorenzo, pidió, sin suerte, que el caso fuera remitido a la justicia indígena, bajo cuyas reglas no hay ningún delito pues, según la niña y su madre, las relaciones sexuales fueron consentidas... El novio de la menor terminó en la cárcel y emprendió una batalla jurídica “para evitar que la justicia ‘occidental’ arrasara con los usos, costumbres, tradiciones de su etnia y desconociera el derecho indígena de juzgar a los suyos cuando incurrían en conductas calificadas delictivas por el resto de la sociedad”.

La tutela llegó a la Corte Constitucional, que finalmente remitió el caso a la justicia indígena después de escuchar testimonios de lideresas de la comunidad embera-chamí que decían que “en su etnia es frecuente que las niñas de 12 a 15 años formen pareja con hombres mayores. Que es normal que a esas edades las muchachas contraigan matrimonio. Que cuando una mujer indígena tiene su primera menstruación, culturalmente significa que puede concebir y no está sujeta a restricciones para tener pareja. Que, inclusive, se conocen casos de niñas embarazadas entre los 7 y los 9 años”.

Es increíble que estos testimonios sirvieran de argumento a favor de la prevalencia de la justicia indígena en este caso. En lo que va del año, se han presentado al Consejo Superior de la Judicatura alrededor de 50 casos para dirimir competencias entre justicia ordinaria e indígena sobre hechos de abuso sexual a menores en comunidades indígenas. Eso es entre uno y dos casos por semana. El asunto presenta un grave problema de salud para las niñas de estas comunidades que empiezan a ser consideradas como mujeres adultas después de su primera menstruación, que hoy en día puede llegar entre los 9 y 12 años. Los embarazos a edad temprana son peligrosos, y su frecuencia va de la mano de los índices de la mortalidad materna y mortalidad infantil (ambas, pues hablamos de niñas-madre). De cada mil niños y niñas indígenas entre 0 y 5 años, 250 mueren al año y el 60% nace y se cría por debajo del peso normal. Las niñas indígenas, además, sufren otro tipo de amenazas a su salud. En Colombia hay 16 comunidades indígenas que practican la mutilación genital en mujeres, algo que con frecuencia pone en peligro sus vidas y que atenta contra todo tipo de derechos fundamentales, incluido el libre desarrollo de la personalidad.

Si bien es loable querer conservar las tradiciones y costumbres de nuestros pueblos indígenas, ninguna tradición que vaya en contra de los derechos humanos es justificable. Si por costumbre fuera, las mujeres que “vivimos bajo la justicia de occidente” no podríamos votar, y los maridos aún podrían violar a sus esposas como si fueran “de su propiedad”. Por lo general una niña de trece o menos no está preparada para tomar decisiones informadas sobre su sexualidad. Habrá excepciones, claro, pero en este caso la delimitación arbitraria es necesaria para proteger a la mayoría. Un embarazo le quita a las niñas la oportunidad de pensar y desarrollar un plan de vida, y esta oportunidad debe ser extensiva a todas las niñas de Colombia. El embarazo adolescente es un perpetuador de pobreza, no es ninguna historia de amor.

@Catalinapordios 

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