El Heraldo

Afuera odios y rencores

No han podido a través de los años las ciencias de la Psicología y la Psiquiatría establecer cuáles son los porcentajes de la genética, la educación, el entorno cultural y el comportamiento social en el desarrollo de los sentimientos tan altamente negativos en el hombre como lo son el odio, los rencores, la venganza, los resentimientos, la envidia, la soberbia y otros más. Son todos ellos, por desgracia, inherentes al ser humano y en muchísimos millones de casos dominan las actitudes, las posturas y los procedimientos de la comunidad.

La historia está llena de casos globales y particulares y se puede decir con exactitud casi antológica que los grandes desastres, las enormes tragedias de la humanidad se han desencadenado porque este tipo de pasiones ha prevalecido sobre la prudencia, la cautela, la decencia, la templanza y la diplomacia. Nosotros en Colombia lo acabamos de padecer cuando ha transcurrido una campaña presidencial donde reinó, para decirlo en términos absolutos, el odio y el rencor. Infundados casi al ciento por ciento, inventados igualmente, pero sostenidos sobre el templete del egoísmo, de la vanidad, del ego desbordado, del autoritarismo y la arrogancia. Sostenidos en sus vanidades inicuas sobre los pretextos de traición, de falsedad, como si la autonomía de los gobernantes no fuese prácticamente un requisito de las ciencias políticas y como si la obediencia ciega, la humillación fuese el pasaporte para la bendición de la contraparte.

Han transcurrido varias semanas desde las elecciones presidenciales que dejó a Colombia herida y hastiada. Allí, el odio fue el actor principal y el rencor su hermano gemelo. A quienes hicieron de estos antivalores su credo y su espada hay que recordarles la frase de Chesterfield en Cartas a su hijo: “La gente odia a quien le hace sentir su propia inferioridad”. Y todo ese juego aparentemente de luciérnagas pero con fondo de basurero, recobrada la calma, cerrados los escrutinios, pensamos: Colombia podría ser distinta, ¡qué vana ilusión! que podríamos intentar llegar por lo menos a los límites de la cordura, la tolerancia, donde la oposición política fuese altruista y constructora y donde la diferencia de criterios fuese respetada.

¿Es vano pensar en ese país utópico donde reinase la armonía, el disentimiento argumentado, sin pasiones, sin engendros maléficos que todo lo identifican con robo, con hipocresía, con falsedad? Qué hermoso podría ser tener un país donde reine primordialmente la paz, donde la política se haga con base en el viejo criterio sabio de los griegos que la definían como un arte para bien gobernar. Un país donde todos pudieran opinar y ganara en franca lid el mejor, el más preparado, el más meritorio, pero en donde el otro o los otros no fuesen denigrados ni maltratados porque unos estarán arriba hoy y mañana lo estarán los otros. Ese es el juego de la política, el utópico, el idealista, el que nos enseña la historia en solo los textos pero no en las realidades, un país donde una sonrisa desvanezca en segundos la ira y la soberbia fabricada en horas. Donde no haya rencores porque la nobleza se edifica cuando hay una mirada limpia sobre el horizonte y la esperanza. ¡Cómo nos cuesta soñar, pero aun así seguimos intentándolo!

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