En la calle de la Cruz (Santa Marta)
Corrían los primeros años de la década del 50. Habíamos llegado a ocupar la casa de esquina en la calle de la cruz con carrera sexta. Estas vías no estaban pavimentadas. La calle de la Cruz o 12 tenía mayor circulación de vehículos por lo que preferíamos jugar del lado de la carrera.
La tierra destapada permitía hacer el huequito para el juego de boliches, igual que trazar la ruta de la vuelta a Colombia, que escarpábamos con una tapa de gaseosa en el piso de barro, formando un extenso canal curvilíneo en el que debían deslizarse, tiro a tiro, las canicas hasta que alguna alcanzara de primero la meta, consistente en llegar a un huequito en uno de los extremos de la ruta. Se jugaba fútbol con bola de trapo. Jugábamos también las diferentes versiones del trompo, el piso de barro permitía hacer un mejor juego, pues sobre el pavimento el trompo rebotaba corriéndose el riesgo de que golpeara e hiriera a alguno, además el permanente golpe con el concreto hacía que se doblara la punta y el trompo terminaba “zarandeto”. Sobre el piso se trazaba el triangulo con las divisiones reglamentarias para el juego de chequita. Al volver a jugar, al día siguiente, sólo teníamos que repintar la curva de la vuelta a Colombia, el circulo para el juego del trompo con una moneda en el centro o el triangulo para la chequita. Cuando llovía todo desaparecía.
Nubarrones negros por el lado de Taganga era señal inequívoca de aguacero. Cuando este se desataba ya los muchachos estábamos preparados para el baño. El primer aguacero de la temporada producía inconformidad, pues los padres impedían que nos bañáramos con las primeras aguas porque estas arrastraban toda la suciedad de la atmósfera y de los techos. Con el segundo, nadie podía ya detener las bandadas de pelaos chapoleando agua por las calles que fácilmente se llenaban. Del techo de la casa de los Ariza Caiafa salía un tubo que expulsaba un grueso y largo chorro de agua, bajo el cual formábamos un tropel luchando por un mejor puesto. Cuando el chorro perdía fuerza y por lo mismo interés, salíamos corriendo para la playa donde terminábamos dándonos un baño con agua de mar, que con la lluvia se ponía tibia en la superficie mientras el fondo se mantenía de un frió intenso. Retozábamos y jugábamos bola. En esa época ningún rayo se atrevió a meterse con nosotros, como viene ocurriendo en estos tiempos que ya ha cobrado varias victimas entre los bañistas en días de lluvia.
Con los aguaceros la carrera sexta entre calles once y doce quedaba inhabilitada para jugar boliche, trompo, bola de trapo o chequitas. Un ancho y extenso charco cubría todo el espacio. En los primeros días aparecían mariposas de variados colores y algunas libélulas sobrevolando a ras de agua. Los pelaos echábamos a navegar botes y barquitos construidos en cartulina o papel, labrados en madera o una simple tabla, que halábamos de la proa con un hilo o pita. Este apacible juego duraba hasta cuando alguno irrumpía chapoteando agua y producía un catastrófico y colectivo naufragio que rematábamos con una lluvia de piedras sobre las naves. En el retomar piedras del agua para arrojarlas de nuevo, resultaba siempre algún descalabrado.
Con el paso de los días el charco se iba secando y sobre la superficie se formaba una nata verde, los zancudos desplazaban las mariposas y el hedor se hacía cada día más insoportable. Al tiempo aparecía una moto-niveladora que llamábamos “catapila”, en asocio con la marca. Era un aparato parecido a una mariapalito o mantis religiosa, con llantas pequeñas adelante y más grandes atrás, con una cuchilla que arrastraba sobre el piso para nivelarlo, luego de que un volteo vaciara tierra sobre el charco. Quedaba el terreno seco y liso para empezar de nuevo a trazar la ruta de la vuelta a Colombia, hacer el huequito para el juego de canicas y la circunferencia para el juego de trompo.