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Soliloquio en la oscuridad

Cuando estudiante en Bogotá tuve ocasión de codearme con un buen numero de exponentes de la literatura y la poesía y uno que otro del género de las plásticas. Se pasaron momentos y tertulias interesantes, y me puse más o menos al tanto con los últimos sucesos para estar al día, como dijera el viejo Darío Samper: “ya vi tres  veces Belle de jour y no la entendí, leí Cien años de soledad, y no alcancé a ir más allá de la primera página de “En noviembre llega el arzobispo”. No diré nada de los encantos de Katherine Deneuve, de Cien años todos han comentado y de Héctor Rojas Herazo tampoco diré nada porque nada tengo que decir, nunca lo he visto ni en fotografías.
Cualquier día, por allá en 1968, salimos a dar un septimazo Oscar y Ricardo Alarcón Núñez, José Luis Diaz-Granados Valdeblánquez, Rafael Araujo Gámez y yo, después de haber sacado de un hotel en el centro a Gabriel García Márquez. El escritor vestía ese día un saco de cuadritos blancos, negros y grises (entiendo que era una de sus pintas preferidas), y un pantalón de paño gris con los quiebres desdibujados y bota angosta. “Mierda, me traje un pantalón de Mercedes”, dijo  al ver que observábamos la bota del pantalón. Avanzamos por la séptima y por la calle 19, si no me equivoco, llegamos a un apartamento donde nos encontramos con Carlos Bernier, samario, y Luis Enrique, hermano de Gabriel. Después de los saludos Gabriel nos hizo notar que durante el trayecto nadie se había dado por enterado de quién era el personaje que caminaba con nosotros. Un fotógrafo callejero nos tomó una foto, alguno guardo el recibito, pero nunca supe que alguien hubiese reclamado la instantánea.
En otra ocasión en Santa Marta, en el Hotel Titimar de los Alarcón Núñez, estábamos reunidos en la terraza con motivo de alguna celebración, en esas llegó un vehículo del cual desembarcó Gabriel, entró y saludo a todos, y después de que intercambiáramos saludos él siguió a reunirse con los dueños de casa, sus parientes. En dos oportunidades, pues, me he saludado con Gabriel García Márquez, y a lo sumo hemos cruzado diez palabras. Todo eso antes de que recibiera el premio nobel de literatura en diciembre de 1982. Me he leído casi toda su obra. Me ha cautivado y me agrada su manera de escribir y cada vez que puedo releo alguno de esos libros. Para entenderlos, asimilarlos e interpretarlos, no he requerido, en lo más mínimo, conocer en detalle la biografía del autor, pues considero que la obra literaria aunque su fundamento es la realidad vivida o conocida por el autor, interpretada y fantaseada por él, tiene su propia vigencia y validez independiente, como obra, del autor.
Poco antes de abandonar el Externado de Colombia y regresar a Santa Marta le hice varias tomas fotográficas a Luis Fayad para su libro Los sonidos del fuego, no para ilustrar la caratula sino para su reseña biográfica en la contracarátula. Durante algunos días, después, continuamos reuniéndonos en la librería La Lechuza, en el Chicó, y tomando tinto mientras conversábamos de cosas varias, entre esas de literatura y de las hermanitas Cáceres. A los pocos días de haber llegado a Santa Marta recibí por correo un ejemplar de Los sonidos del silencio. En el respaldo estaba la reseña biográfica de Luis ilustrada con una de las fotografías que le había tomado, pero no me dio el crédito; sin embargo, al abrir el libro encontré que estaba autografiado, escrito con tinta verde decía “… por las fotos tomadas con el “fla”. Del resto de literatos y poetas he tenido noticias solo de oídas y comentarios leídos.
En esta ciudad terminé estudios en la Universidad del Magdalena y la vida me encausó por otros rumbos y ciudades del país. Pero volví. En 1984 regrese a continuar la brega por sobrevivir como gerente administrativo de una empresa y me vinculé, además, a la docencia. Y estando ya en esta tierra, que a pesar de ser antidialéctica, tiene sus espaciós, encontré algunos aunque estrechos para acercarme a las actividades culturales. Escribí columnas de opinión en los periódicos locales, entre ambos casi 7 años. En el Banco de la República coordiné durante casi cuatro años el espacio El escritor y su cuento. Hice parte del grupo de reflexión del parque, que existió de hecho, mas no de derecho, y se disolvió cuando comenzaron los trabajos de remodelación de la Plaza de Bolívar.
Jamás me he considerado y menos creído un intelectual ni un erudito. Tal vez solo un entusiasta por las cosas agradables de la vida sin matricula alguna. Leo lo que se me antoja y cuando tengo oportunidad de libro, mas no por cumplir un riguroso orden de tener que, menos aún para dar la lección. Leo y si guardo en la memoria algo, bien y si no, también y no tengo porque recordar autores ni lecturas, porque, insisto, no lo hago para dar la lección o demostrar nada a nadie. Ahí me identifico con Luis Guillermo Martínez cuando dice sobre la técnica que ésta se lee, se aprende y se deja ahí, que en el momento preciso que se requiera aflora y sin discurso alguno se aplica hasta sin darse cuenta uno mismo. Llevo más de medio siglo aprendiendo a pintar, pero no estudio la vida de ningún pintor y de los que algo sé es porque inevitablemente me he topado con lecturas sobre ellos y por alguna curiosidad como entrar en los vericuetos de la vida de Van Gogh, por medio de sus cartas a Theo, en busca de su acercamiento a la teoría del color, pero no porque deba tener presto un discurso sobre él. Detesto a los citadores, que no son capaces de conversar si no es haciendo alarde de haber leído biblioteca y media.
Pienso que es muy placentero hablar entre compañeros y amigos de temas varios o de los desastres de las innovaciones en el arte o desarte sin que ello se torne en una competencia (del que más dice, del que más grita, del que supuestamente más sabe) donde ninguno es ganador y todos perdemos la oportunidad de captar o tomar provecho de las inquietudes de los otros. En algún lugar debo tener refundido un recorte de un escrito de Borges donde se pronuncia sobre ese tema. Que la reunión o tertulia de amigos no se convierta en un partido con ganadores que nada ganan, eso es muy fastidiosos, y menos aún que alguno pretenda soportar sus argumentos contra los de los otros esbozando citas de tal o cual autor, que a veces ni el mismo citador conoce, o flameando al viento, como argumento irrebatible, su diploma de maestría.
Noviembre 27 de 2012

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