Siete palabras y más.
Hace años, cuando era un adolecente, sucedía que en un día como hoy, Viernes Santos, el cura de la catedral pasada la hora de nona se subía al púlpito para pronunciar el sermón de las siete palabras, el cual se extendía, igual que hoy día, más allá de las siete de la noche.
En las tiendas de chinos, de las que había una en cada esquina de la ciudad, se reunía una variada cantidad de personajes, todos identificados por el placer de degustar un trago servido en vaso de cartón de Ron Caña, llamado también siete letras, por la cantidad de éstas que forman el nombre, y que compraban por media de media, pues la botella común era equivalente a media botella y de ésta el chino les vendía la mitad.
Se congregaban en esas tiendas desde ilustres abogados, literatos, periodistas, profesores y médicos hasta jaladores de carretillas, mensajeros, carremuleros, los conocidos roneros que beben a diario sin que nadie pueda explicar de dónde obtienen los medios para pagar el trago.
Y no faltaba en ninguna de esas tiendas, a la hora señalada, la vibrante voz de un orador haciendo la réplica del sermón de las siete palabras, cada palabra era asumida por un orador distinto. Adquiría, entonces, el recinto la solemnidad de un sagrado templo y quienes por alguna razón no llegaron a la iglesia, se apostaban en la puerta a escuchar con mucho recogimiento y no era extraño que se les escurrieran algunas lágrimas.
Santa Marta, abril 18 de 2014