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FELIZ DÍA DEL ODONTÓLOGO

Hoy cuando se celebra el día panamericano del odontólogo, quiero rendirle homenaje a todos mis colegas, un sincero cumplido de reconocimiento, por esa noble labor de contribuir a la sonrisa de las gentes, estado emotivo que nos hace tanta falta, para que la paz empiece por una sonrisa.

La Odontología: ciencia y arte, es la combinación perfecta del conocimiento científico que nos hace médicos de la cavidad oral y sus anexos, con el sutil arte de diseñar sonrisas, cual escultor que cincela su obra magna, sabiendo de que material está formada y moldeando en ella el estilo creativo de sus manos.

A todos mis colegas un abrazo fuerte, a los que están en nuestra tierra y a aquellos que por circunstancias del destino están en otros países, a todos ustedes mis sinceros deseos de prosperidad y abundancia.

Quiero dedicarles este artículo, que alguna vez me lo hizo una amiga, escritora, poeta y periodista: María Margarita Porto Henríquez y dice:

 

EL CABALLERO DE LA FRESA

“Es increíble ver cómo los fantasmas de la niñez lo persiguen a uno a lo largo de nuestra existencia. Aparte de mi reconocido terror a que la soledad asomara sus fauces en todas las etapas de mi vida, había un fantasma que, aunque no se presentaba a seguido, sí acechaba desde algún oscuro consultorio de esos a los que uno acude cuando la dentadura hace su presencia de manera dolorosa. EL DENTISTA. Ese frío ser que, con arma en mano la misma que absurdamente llaman fresa, se presenta ante uno sonriendo cínicamente y esgrimiendo cuanto artefacto plateado y puntiagudo tuviera a la mano.

Mi primer recuerdo de un dentista fue a eso de los siete años cuando "por culpa del chicle" me salió una caries; ese huequito que te hace sentir horribles dolores en la boca si no se le presta la debida atención; entonces fue cuando mi mamá, "a punta de engañifas" me llevó donde Antonio Luis para que "revisara". No había de que preocuparse pues "eso no te va a doler". Pero detrás de las palabras de mi madre había una esquirla de acento mentiroso; ese acento que solo los niños intuyen y que por lo tanto despertaba toda mi desconfianza. Además, yo no conocía muy bien las historias de Antonio Luis por culpa de mis hermanos mayores que, resignados, iban también al "sacamuelas".

Llegamos al consultorio y lo primero que oí fue un ruido indescriptible y por demás escalofriante. Je! y eso qué es? pensé. Le pregunté a mi mamá a sabiendas que no me iba a decir toda la verdad y así fue. "Eso no es nada Mary, es solo la fresa". Mis manos empezaron a helarse. Mejor dicho, a congelarse. Mi corazón galopaba a mil por horas y unas ganas urgentísimas de ir al baño me asaltaron. Ingenuamente rogaba a Dios MI Señor que materialmente desapareciera todo lo que estaba a mí alrededor. Desde los muebles rojos del consultorio hasta un muñeco de anatomía que el dentista exhibía en una caja transparente y que mostraba abiertamente la osamenta que arma nuestro cuerpo. El muñeco tenía el rótulo "The Visible Man".

Irremediablemente llegó mi hora y en el paroxismo del terror me senté en lo que parecía una silla de torturas color rosa que despedía un peculiar olor y que tenía una serie de delgados tentáculos rematados por unos adminículos que se movían al estímulo de la electricidad y a la voluntad del ejecutor. Antonio Luis intuyó mi terror y con la paciencia más grande del mundo trató de convencerme durante años además, diciendo: "Eso no te va a doler y yo no me demoro nada". Pero sí dolía y también se demoraba. Hoy día me da un cierto sentimiento de culpa al recordar que aún con aquella suavidad en su trato yo no le hacía nada fácil su trabajo. Ni a él ni a ningún otro dentista.

Después pasé a manos de un ortodoncista en Barranquilla que como no tenía nada que ver con jeringas ni fresas, disfrutaba mucho de aquellos paseos cogida de la mano de mi papá. Y pensé que había superado el pánico al dentista. Así seguí durante algún tiempo hasta que una vez, ya adulta, tuve que volver a lo que hoy llaman odontólogo. Ya no era una silla de tortura tan aparatosa, tenía menos tentáculos amenazantes pero a la larga el fin era el mismo: la fresa.

Fui de la Seca a la Meca tropezándome con toda clase de profesionales. Una vez conocí uno tan bella persona que le endilgué el remoquete de Dr. Motita. Pero ni siquiera mi hermano, que también es odontólogo, supo tenerme paciencia y tuvimos un capítulo desagradable en pleno centro médico aquel lejano día en medio de un desquiciante dolor de muela. Pero hace unas noches mientras disfrutaba de un helado, sentí un intenso dolor en el maxilar superior e inmediatamente supe que tenía que buscar un torturador. Terror infinito sentí. Empecé a indagar por alguno que fuera dentista y mago al mismo tiempo. Quería que me desapareciera el dolor sin fresa ni jeringa.

Preguntando y preguntando, me encontré con mi querida amiga a quien cariñosamente llamamos "la majita". Mi compañera de labores tan querida y siempre amable, me recomendó sin titubeos a uno que según ella "tiene una mano divina". Víctor Hugo. Claro! Cómo no! pensé. Si es que este señor con nombre de autor clásico es su esposo. Así cualquiera. Sin embargo le pedí una cita y con cara de ternero degollado llegué a la consulta.

Mientras esperaba mi turno empecé a observarla estancia y me agradó. Un hermoso cuadro adornaba una pared y para mi sorpresa era de autoría del que próximamente examinaría mis muelas adoloridas. "Manos de artista" pensé. Y así resultó ser. Con un trato de caballero que no se ve a finales de este siglo, con una suavidad extraordinaria y con una cálida personalidad, este señor logró esfumar casi que en un abrir y cerrar de ojos, aquel arraigado terror a la fresa y a la silla de torturas que me atormentó durante muchos años. Llegué a la conclusión de que este era un verdadero caballero de la fresa y que aunque los demás son caballeros también algunos saben usar la fresa y la mente. Otros no.”

Gracias Señor por habernos dado esta noble profesión, a la cual amo con inmenso amor, tanto que me mantiene vivo para hacer lo que me gusta, con gusto.

Dios los bendiga colegas.
 

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